9 lecciones del día en que el celular se me cayó al retrete

Hace tiempo que me intriga y me preocupa esta dependencia que padecen todas las personas que conozco, incluyéndome. No hay disidentes. Cuando buscaba fuentes para escribir un reportaje sobre personas que no usan celular -y de eso hace ya tres años- me costó horrores dar con alguno. Finalmente, encontré un bicho raro que confesó encontrarse entre la minoría oprimida de los sin móvil.
Por aquel entonces todavía no se había hablado tanto de nuestra adicción a las pantallas. Hoy incluso sus propios creadores están espantados, y alguno ha llegado a comparar las redes sociales con la heroína, de puro adictivas. Una de las últimas tendencias para alejarse del celular consiste en hacerlo aburrido ( transformar la configuración en una cosa sosa y gris), con la esperanza de evitar sus largos y apetecibles tentáculos. Es más fácil que se te caiga por el retrete, como me pasó a mí. De paso, aprendí algunas cosas:
- Nunca guardes el móvil en el bolsillo trasero de los pantalones. La secuencia de eventos está muy clara: te bajas los pantalones y al agua patos. Si no te ha ocurrido todavía, es cuestión de tiempo. Lo de menos es meter la mano en un agua no necesariamente inmaculada. Lo peor es lo que viene a continuación.
- El arroz no funciona. Lo que vienen a ser los primeros auxilios del celular, es decir, dejarlo sumergido durante horas en un paquete de arroz (por su efecto absorbente), no siempre funciona. Este ha sido mi caso (aunque he de reconocer que antes lo intenté resucitar con el secador de manos, algo que nunca, nunca debe hacerse, porque se cuela más agua).
- Tu teléfono se caerá al inodoro en el peor momento posible. El incidente no se producirá un domingo de agosto en vacaciones, recostado en la hamaca frente al mar. Ocurrirá en medio de una mudanza, o con tu cónyuge de viaje en algún país exótico y peligroso, o cuando algún familiar está enfermo y esperas recibir noticias de vida o muerte, o todo esto al mismo tiempo.
- Todo está en el móvil. En ese momento -cuando suceden los hechos del punto anterior- te das cuenta de que no hay nada que no esté en el móvil. Desde los os de la empresa de mudanzas a los datos del hotel donde se aloja tu cónyuge, además de tu propio billete de avión, calendario con las citas, os, vídeos y fotos irremplazables que siempre olvidaste guardar en otro lugar, podcasts favoritos, mapas y direcciones o listas de la compra. Por cierto, ¿alguien recuerda algún número de teléfono? El de mis padres sigue siendo el mismo de siempre. Es el único que recuerdo, pero sirve de poco porque ni siquiera ellos lo utilizan. También están enganchados al celular.
- La gente simpatiza con tu pérdida. Perder el celular ha adquirido prácticamente la categoría de tragedia. Aunque en el orden cósmico de las cosas quejarse por esta pérdida equivalga a llorar porque se te quemó el guiso de judías, tus compañeros y amigos simpatizarán. Es un buen momento -lo sé por experiencia- para pedir el día libre a tu empleador, un favor especial a tu amiga o un beso a ese chico tan guapo. Tus deseos serán concedidos.
- Te llevas la mano 200 veces al bolsillo de atrás de los pantalones (donde nunca deberías haberlo dejado en primer lugar). Parece ser que, cuando te amputan un brazo o un pie, pueden pasar meses o incluso años en los que continúas sintiendo la presencia invisible de ese pegajoso fantasma. Con el móvil es lo mismo. Lo tocamos unas 2,600 veces al día, según algunos cálculos, así que es normal que continúes llevándote la mano al bolsillo de atrás de los pantalones horas después de haberlo perdido a pesar de que sabes muy bien que reposa en la bolsa de arroz donde lo dejaste. En un cuento terrorífico, el autor superventas de suspense Stephen King narra la historia de un hombre obeso que lo intenta todo para perder peso, sin éxito. Desesperado, hace un pacto con el diablo y accede a dejarse acompañar por un mono, invisible para las demás personas, que se cuelga de sus hombros y le va roba todo lo que intenta llevarse a la boca. Algo similar ocurre con el teléfono. A cambio de poder hablar con un amigo a miles de kilómetros de distancia, por ejemplo, el mono nos va robando la atención de forma inclemente.
- Puedes observar lo que hace la gente alrededor. Cuando este mono te da un respiro (o se cae al retrete) te das cuenta de cosas que antes no veías. Lo malo es que, si estás en lugares públicos -y más todavía si viajas en transporte público, como es mi caso- lo que ves es esto: gente mirando el móvil, hombres, mujeres, y adolescentes pegados a las pantallas como polillas atrapadas en una lámpara.
- Te planteas si es el momento de dejar para siempre WhatsApp (o tu programa favorito de mensajería). ¿Qué pasaría si lo hiciera? Dejar WhatsApp viene a ser tan aventurado como cruzar el desierto de Atacama en monopatín. Si lo consigues, todo el mundo querrá saber cómo lo conseguiste y qué es lo que has aprendido.
- Juegas con tus hijas sin mirar la pantalla a cada rato. Hay cada vez más investigaciones que prueban que la mera presencia de un celular reduce nuestras capacidades cognitivas. Con los hijos pasa que tu mono ocupa tu lugar, y tus hijas lo notan (los monos son visibles para los niños). Y no solo lo notan, sino que piden su propio celular, a imagen y semejanza de su madre. Porque como sabéis los hijos hacen eso, copiar lo que hacemos (y no lo que decimos). Y aquí es cuando la cosa se pone fea, porque hay motivos serios para sospechar que el repentino ascenso del teléfono inteligente tiene la culpa del aumento, muy significativo, de casos de depresión y suicidio entre adolescentes.
Al final, te rindes. Lo más problemático del celular (como el resto de la tecnología) es que no es malo, a secas. Es una diabólica mezcla de malo, bastante malo, y muy bueno. “Cientos de actividades cotidianas que solían hacerse en lugares separados, con gestos distintos, y a través de un abanico amplio de interacciones personales, han colapsado ahora en el móvil”, dice Jocelyn Glei en su podcast para frenar y cultivar la atención Hurry Slowly. Esto quiere decir que cada vez que usamos el teléfono para algo saludable, como interesarnos por un amigo enfermo, nos acercamos peligrosamente a muchas otras funciones no tan saludables.
El movimiento de disidentes dentro del Silicon Valley (o sea, los padres de los monos) está cada vez más preocupado por lo que los móviles están haciendo a nuestra mente. Los propios creadores de la tecnología reconocen lo adictivas que son sus creaciones, más todavía para los niños. ¿Y si la solución pasase por tirarlo al retrete?