Nassar & Al Sudairi: Vidas olvidadas y muertes sin dolientes

Por Fadi Nicholas Nassar & Mohammed Al Sudairi, doctorandos del King's College de Londres y la Universidad de Hong Kong (*)
Una imagen en Facebook con la bandera del país de alguna víctima, un hashtag pidiendo una oración, y una profusión de declaraciones de apoyo por parte de líderes extranjeros no son gestos que carezcan de sentido.
Importan mucho, sobre todo en tiempos de gran vulnerabilidad, temor y duelo. Son señales que sirven para hacer recordar a quienes se encuentran en la estela de una gran tragedia que sus voces han sido escuchadas y sus vidas reconocidas; que no se encuentran solos ante sus desafíos.
Nos gustaría suponer que se trata de una respuesta humana esperable ante la maldad del terror y la angustia de la violencia.
¿Y qué sucede cuando esa respuesta humana no se produce? Cuando en vez de palabras de compasión y bondad hacia quienes han perdido a seres queridos, hay vítores y júbilos “ para que mueran más”.
No hay vigilias y velorios, ni movimientos globales de solidaridad, ni siquiera las más sencillas señales de compasión. El silencio también es una señal. En momentos en que son necesarios el reconocimiento y la empatía para la sanación espiritual, su ausencia y supresión señalan indiferencia. Una indiferencia que fue sentida profundamente por las víctimas de los atentados terroristas que ocurrieron en Bagdad y Beirut.
Una indiferencia que hizo más pronunciada con la reacción contraria que ocurrió un día después, al sufrir París un atentado parecido. A los pocos minutos del derramamiento de sangre, llegaban estas curativas señales de solidaridad, pero no para ellos. En este momento de vulnerabilidad París no estaba sola. Aquellos que fueron sepultados en Bagdad y Beirut, sin embargo, yacían como vidas olvidadas y muertes sin dolientes.
Cual disco rayado, esta tragedia golpea una ciudad como París y el mundo acude apresuradamente, mientras que ciudadanos de un país en la periferia del poder le recuerdan a la comunidad internacional –y tristemente se encuentran tratando de convencerla– que ellos también importan.
Han tratado de denunciar lo que David Graham, de la revista The Atlantic, ha señalado como una constante “ brecha de empatía” en las reacciones mundiales –pero en particular aquellas provenientes de Occidente– ante tragedias semejantes en sus propios hogares. Aquellos hogares no son cualquier remota tierra baldía poblada por tribus bárbaras que “no sangran al ser pinchadas”.
Tristemente, mientras que las matanzas de París fueron descritas –y con razón– como actos de terror, las víctimas de los estallidos de bombas en Beirut fueron representadas por varios medios como habitantes de un “ baluarte de Hizbulá” y las pérdidas en Bagdad simplemente como un brote más de violencia en un país donde tal noticia se considera una desgracia pero de esperar.
A pesar de que todas fueron víctimas del mismo perpetrador, el Estado Islámico, no hubo declaraciones de que Bagdad representara a toda la humanidad ni tampoco se iluminaron los monumentos en nombre de Beirut. De hecho, hubo poco reconocimiento de aquellas tragedias y quienes se encontraban en ellas, antes de lo sucedido en París.
Los intentos de ampliar el diálogo (tal como lo simboliza, por ejemplo, el hashtag “Pray for the World” [Orad por el Mundo]), y de hacer resaltar la característica compartida de estas tragedias, fueron recibidos con poco éxito y hasta resistencia por parte de algunos sectores.
Es más, estos intentos fueron inherentemente problemáticos en el sentido que siguieron relegando las tragedias de Beirut y Bagdad a la sombra de los eventos que sucedieron en París. Ciertamente, sin importar lo amplia e incluyente que se haga esta “solidaridad”, no puede escapar a la centralidad de París en su narrativa. Es irónico que, después de todo eso, las masacres de Al-Shabbab en Kenia, por ejemplo, solo recibieran atención y circulación global significativa siete meses después de haber sucedido.
Por lo tanto la rememoración se vuelve ocurrencia tardía; las tragedias son meramente la utilería internacional para pintarle un rostro mundial a una solidaridad que de veras se ha centrado esencialmente solo en París. Y es aquí donde yace el problema con estos intentos: por más buenas que sean las intenciones, estos intentos sirven para sofocar las críticas expresadas por quienes ven un trasfondo de racismo y deshumanización en las reacciones globales a eventos similares que han sucedido dentro de tan corto periodo.
La verdad es que estas son frustraciones que ya han sido expresadas y aún así los diálogos que continúan parecen encontrarse atascados en un limbo. Lo que tiende a estar ausente –o desviado– en tales discusiones son las dinámicas de poder que definen quién merece tener dolientes y quién ha de ser olvidado (en la vida y en la muerte).
Las tragedias en la periferia del poder tienden a hacerse invisibles, mientras que las vidas de los occidentales –ciudadanos de tierras más “civilizadas”– son conmemoradas y recordadas globalmente. El razonamiento tras tal solidaridad selectiva suele presentarse en términos de mayor familiaridad con París, faro de la “alta cultura”, ciudad poco acostumbrada a la violencia que es un acontecer cotidiano en lugares como Beirut y Bagdad.
Como algunos dirían: “Esto no es ni Irak ni Afganistán”. El aferrarse a imágenes coloniales de algunas ciudades como luminosas capitales de la humanidad, y de otras como si estuviesen envueltas en las tinieblas, demuestra cómo son (mal) percibidos quienes viven en ellas.
En realidad, las diferencias en las reacciones reflejan una inherente jerarquía de poder en la que las naciones más ricas y sus ciudadanos, en el núcleo de la política global y del poder económico, disfrutan de espacios desproporcionados para expresar su duelo y representación que otras entidades menos afortunadas de las naciones de menor riqueza en el mundo.
Éstas constituyen una periferia (o múltiples periferias) que, en virtud de sus limitaciones socio-económicas, no pueden, en ningún sentido sustantivo, ejercer control significativo alguno sobre el capital económico y cultural, o si vamos al caso, siquiera hacer presencia en las diversas modalidades de los medios de comunicación que constituyen nuestro “condominio global”.
Estas asimetrías fueron creadas –y reforzadas– por verdaderos legados coloniales e imperiales que siguen ejerciendo considerable influencia sobre la representación de estas regiones y sus pueblos. Por lo tanto, la falta de , complicada por percepciones orientalistas provenientes de este núcleo, asegura que las voces de estas periferias permanezcan minimizadas y marginadas en el diálogo global que está tomando lugar.
Existen, naturalmente, gradaciones del duelo y la representación inherentes en la jerarquía del poder. No todos los núcleos “civilizados” son iguales. A las muertes de ciudadanos de entes políticos industrializados y poderosos como Rusia no se les concede el mismo rango que a las del núcleo de Occidente.
El derribo del avión de pasajeros ruso es un buen ejemplo: la muerte de más de 224 personas consiguió muy poca “ solidaridad global”. Es más, esta jerarquía contiene múltiples subjerarquías que reproducen las asimetrías tipo centro-periferia ya mencionadas, aunque en diferentes contextos y tomando en cuenta diferentes agrupaciones.
Viene a la mente la solidaridad expresada durante la secuela de los atentados de Mumbai, en el 2008, comparada con la ausencia de diálogo global sobre la muerte de civiles en Cachemir. De nuevo, lo que hay que enfatizar aquí es que las modalidades de representación no se rigen por la dicotomía de lo occidental versus lo no-occidental.
No obstante, debido a su historia colonial y estatus en el escenario global, Occidente se encuentra en el ápice de esta pirámide del poder. En un mundo donde, tal como nos hace recordar Frantz Fanon, no es tan fácil separar la raza y el poder, las críticas al poder siempre deben ser expandidas para incorporar la raza. Los vínculos problemáticos entre el poder, la raza y las percepciones del valor humano, ahora, se hacen cada vez más claras, como también la necesidad de romperlos.
Ciertamente es hora de estar de duelo por la pérdida de vidas inocentes y preciadas. Es hora de condenar el terrorismo y el indignante acto atentar contra civiles. Pero, cuando estamos de duelo por algunos muertos y elidimos el duelo por los demás, participamos en un violento proceso de deshumanización.
Es un entorno sofocante que sugiere que algunas muertes merecen más duelo que otras; que algunas vidas valen más y algunos humanos más que otros. Demasiadas veces quedan olvidadas estas frustraciones que palpitan desde otras partes del mundo y no pueden ser ignoradas o desestimadas.
Esas no son las voces de los privilegiados lamentando la atención que se les da a los marginados; son las voces de los Desdichados de la Tierra interrumpiendo el silencio que hace que sus vidas y muertes sean invisibles. Tan pronto reconozcamos que la asimetría en cuanto a la condolencia no es un fenómeno reciente, reconoceremos que algo en nuestra reacción a estas frustraciones es defectuoso.
En vez de participar en la disonancia cognitiva, los privilegiados en vida y muerte deben ir más allá de sus gestos vacíos por la igualdad y dirigir sus esfuerzos a desmantelar un sistema que prioriza sus propias vidas sobre las de los históricamente sub-representados.
(*) Nassar es candidato a doctorado en el Departamento de Estudios Bélicos del King's College de Londres. Al Sudairi es candidato a doctorado en el Departamento de Políticas y istración Pública de la Universidad de Hong Kong. El artículo original en inglés se puede acceder aquí.
Nota: La presente pieza fue seleccionada para publicación en nuestra sección de opinión como una contribución al debate público. La(s) visión(es) expresadas allí pertenecen exclusivamente a su(s) autor(es) y/o a la(s) organización(es) que representan. Este contenido no representa la visión de Univision Noticias o la de su línea editorial.