Por un Día Nacional de la Pizza sin discriminación: todas merecen defensa

Por: Alonso Ruvalcaba @alonruvalcaba
ADVERTENCIA: Puristas y policías de la autenticidad: absténganse. Ésta es una celebración de todas las pizzas en el Día Nacional de la Pizza, pero más de ésas que vuestras mercedes consideran un error.
Pero vayamos por partes. Digamos que existe una pizza más o menos estándar. Es la que los puristas (que por suerte son los Otros, no los que estamos leyendo este texto) consideran ‘correcta’. Es delgada, con la orilla ligeramente quemada, infladita, tiene sólo una volátil salsa de jitomate, mozzarella y unos cuantos toppings canónicos: por ejemplo, albahaca, hongos, salami, a veces tan sólo aceite de oliva ( pizza bianca la llaman estos especialistas). Luego está la otra pizza, la pizza lúdica, desmadrosa, incorrecta (¿desde cuándo ser correcto es lo correcto?): esta pizza es panosa o gorda o tiene ajonjolí en la orilla o tiene la orilla rellena de queso o tiene toppings como aguacate o arrachera o frijoles o cualquier otro que suene, de alguna forma, extranjero (en Italia).
El New York Times descubrió la pizza en 1944. Y ésta vivió su nueva vida americana en santa paz, en barrios italianos por toda la unión, hasta 1982. En ese año, una guerra se libraba en las Malvinas, una copa mundial de futbol se libraba en España y en Beverly Hills un chef abría un restaurante. El cocinero era Wolfgang Puck, tal vez el primer celebrity chef hecho y derecho, y el restaurante era Spago. El primer plato estrella de ese lugar fue una pizza: la pizza de salmón ahumado con caviar. Súbitamente comprendimos: la pizza puede abrirse, expandir su propia mente, nadar en libertad; puede ascender la escala del lujo, pero también la de lo extraño o lo inesperado.
Y la pizza no volvió a ser la misma: el cielo se convirtió en el límite. (Los prejuicios también quieren ser un límite, pero mientras nosotros sepamos que todo se vale: todo se vale.)
El juego comienza con el pan
El más primitivo de los panes —plano, horneado en piedras calentadas con pedazos de árbol en llamas—, que prácticamente sigue haciéndose como en el neolítico, es entonces, en realidad, un lienzo, un espacio para el juego. ¿Quieren combinar sus dos amores en un trío endiabladamente sexual? Háganse una pizza de hamburguesa con queso y tocino.
¿Quieren endulzar esta tarde de invierno? Pidan una pizza de S’mores en Dimo’s, Chicago.
¿Quieren poner a prueba su resistencia al cambio y a lo picante? Pidan una pizza tandoori en Tasty Subs & Pizza en Sunnyvale, CA, con todos los sabores de la India.
¿Quieren perder la cabeza en una suerte de pizza inception? Intenten el Frankford Avenue Taco de Pizza Brain, en Filadelfia, que es una rebanada de pizza con queso y, encima, una bola de helado sabor pizza. (¡!)
¿O prefieren, sencillamente, poner en peligro su apetito? Pidan una deep-fried pizza en Chip Shop, Brooklyn. (Entre paréntesis, la pizza frita es canónica. La scienza in cucina e l’Arte di mangiar bene (1891) de Pellegrino Artosi, por ejemplo, pedía que la pieza entera se sofriera en la sartén; la pizza del segmento ‘Pizze a credito’ en L’oro di Napoli (Vittorio de Sica, 1954) se sumerge en manteca hirviente:
Fin del paréntesis.)
Las posibilidades son ilimitadas. Y ahora, ya que estamos entre amigos, burlémonos de este pobre twitstar:
No, señor. La pizza hawaiana es un triunfo del mestizaje, del descaro. Pónganle jugo Maggi —explótenla de umami—, pónganle salsa Valentina —explótenla de ácido—, ella trae su juego de porcitud y dulzura. Es como tener todos los platos posibles en un plato. La hawaiana es testimonio de la flexibilidad y la adaptabilidad de la pizza, gran sobreviviente del salvaje ring que es la teoría de la evolución. Es un triunfo de la libertad de prejucios. Vamos por una.
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