Amor en tiempos de Tinder (3ra cita)

Pablo tenía 29 años y una cámara Canon profesional en las manos. Esa era su carta de presentación en Tinder. Su cara se reflejaba en un cristal, quizá alguno de los edificios del Centro Histórico de la Ciudad de México. Detrás de él una chica de boca grande, con los labios pintados de rojo, sonriente.
Normalmente habría pasado de largo a otro hombre del interminable catálogo tinderiano, pero algo me detuvo. Ese hombre de piel oscura, labios gruesos, cabello a rape y ojos profundos tenía algo que despertó mi curiosidad.
Pasé a la siguiente foto. Él, sonriente, al lado de un amplio e iluminado ventanal. Tercera foto, parecía muy alto, con una cabaña roja de fondo. "Me gusta", pensé.
Me recordaba a un jugador de baloncesto, o a una versión mexicana de Kanye West. No es el tipo de hombre que me gustaría, pero él me gustó. Tanto como para darle espacio en mi vida por casi un año. ¿Cómo ocurrió eso? De dos formas: primero poco a poco, y luego de repente.
No todo a la primera
En su perfil, no contaba nada sobre él. No decía si buscaba a una chica para divertirse o que le molestan las mujeres que fuman o alguna frase rebuscada de algún filósofo o autor de culto. Nada. Lo busqué en Internet y así me di cuenta que era fotoperiodista, "graduado en Ciudad Juárez". Así que le di al corazón verde e hicimos match.
—Soy periodista.
Seguimos hablando. En poco tiempo migramos la conversación de Tinder a WhatsApp. A diferencia de los demás, no tenía urgencia de verme. Era cauteloso, demasiado. Pasaron poco más de dos semanas hasta que concertamos la primera cita. Aunque me escribía casi todos los días.
No me arreglé mucho; de hecho, sólo me puse una playera roja, unos jeans y botines negros. Poco maquillaje. Sólo los labios rojos, delineador y rímel negro en los ojos.
Quedamos de vernos un miércoles. Lo identifiqué pronto. Traía el casco de su moto en la mano y una chamarra gruesa típica de un periodista old fashion. Aunque lamenté que no fuera tan alto como Shaquille O’Neal, me gustó.
—Está bien.
No intentó besarme. Ahora entiendo que si hay una palabra para describir a Pablo, es el sigilo, o tal vez era miedo. Nunca le pregunté. Sin embargo, agradecí que no ocurriera todo a la primera.
Y a partir de ahí
Volvimos a vernos. Esta vez, el plan era Netflix en mi casa. Vimos Buffalo 66, una película que protagonizan Christina Ricci y Vincent Gallo, sobre un ex presidiario que se roba a una morrita para presentarla con sus padres como su novia. Mientras mirábamos la pantalla, Pablo tomaba mi mano. Lo dejé.
Ese día se detuvo, pero no la tercera vez.
Comenzamos a vernos con regularidad. Yo seguía frecuentando a Diego y empecé a salir con otros, algunos Tinderboys y otros personajes incidentales. Algunas veces, entre su paranoia y la realidad, descubría mensajes o llamadas que llegaban a mi teléfono. Él sólo decía: "Ay, koala —como comenzó a llamarme—, ya te están hablando tus noviecitos".
Era extraño, pero ese fotógrafo sabía descifrar hasta mi silencio.
Por dar un ejemplo, el fin de semana en que conocí a un español por el que me volví un poco loca durante unos meses, Pablo escribió por WhatsApp: "Andas de koala misterioso".
Su impulsividad y mi inestabilidad emocional eran dos trenes a máxima velocidad que en algún momento iban a estrellarse. Entre discusiones constantes y distancia, conseguimos prolongar por casi 11 meses una relación que de otro modo habría terminado en un mes o dos, pues lo único que hacíamos era ver Netflix, tomar cerveza o vino, fumar marihuana y cenar comida grasosa. En ese orden. Siempre.
Cuando empezamos a esforzarnos
Podría sonar aburrido, pero algo que me encantaba de estar con él es que no tenía que esforzarme. Podía no haberme duchado, estar en pijama, no haberme depilado las piernas, tener resaca, o todas al mismo tiempo, y no pasaba nada. No importaba, pues nunca cruzaríamos la línea. Nos colocamos en una clandestinidad que no era necesaria, pero en la que decidimos estar. Nunca nos tomamos una foto juntos y mucho menos la subimos a Facebook, nunca comentó mis publicaciones ni dio likes a mis decenas de selfies. Si acaso, alguna vez puso "Me gusta" a posts sobre reportajes o notas que había escrito para la revista en la que trabajo.
Pero hubo un momento, creo que empujado por mí, en que comenzamos a esforzarnos.
Nuestra relación, que había tomado una de las pausas más largas a finales de 2014, resurgió cuando Pablo supo que había terminado con un galán con el que yo quería ir en serio.
Esa mañana quiso llevarme en su moto por la ciudad, pese a que ése era un espacio que jamás había querido compartir conmigo.
Empezamos a tener “citas normales”. Íbamos a restaurantes en lugar de ordenar comida por teléfono. Paseábamos por la ciudad. Una vez hicimos el recorrido dominical en bicicleta y otra tomamos cerveza en el Monumento a la Revolución mientras veíamos el atardecer y a un montón de niños mojándose en los chorros de agua que salen del suelo.
En mi cumpleaños me compró unos pedales para la bici y dos novelas, Así empieza lo malo, de Javier Marías, y Soy un Gato, de Natsume Sōseki. Hasta aceptó ir al bar donde cité a mis amigos para celebrar.
Pero no funcionó
Lo cierto es que yo no dejé de ver a otros hombres y él nunca tuvo el valor de pedirme, con todas sus letras, que dejara de hacerlo.
Aun así, sin quererlo, ni planearlo, el acuerdo que teníamos sufrió una metamorfosis que ninguno de los dos pudo controlar. Creo que esa es la tercera regla de Tinder: puede que termines en una relación sin que te des cuenta y, peor aún, sin que lo quieras.
Por eso, cuando digo que mi relación con Pablo ocurrió y terminó primero poco a poco y luego de repente es porque así fue.
La última vez que lo vi, discutimos con el drama y la violencia necesaria para acabar una trágica historia de amor que, sin embargo, nunca fue una verdadera historia de amor: con un portazo y una llamada de emergencia a la psicoanalista.
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